26/11/12

El Bucle Finito



Mientras los días pasan más allá de la ventana de la habitación, las noches son aun más largas, fuera llueve, cada vez con más intensidad, el agua impacta contra el cristal y se esparce desorganizadamente entre la oscuridad que el crepúsculo trae consigo. Dos pequeñas gotas aisladas del resto son atraídas entre si hasta quedar ligadas en un mismo cuerpo, resbalan juguetonas e inquietas cuando la gravedad las llama.

Al localizarlas, unos ojos las siguen desde que empiezan hasta que terminan su recorrido en el marco de la ventana, durante el temporal, en el alfeizar de esta, se muere una planta.

Hoy el cielo se colorea gris y negro y las nubes permanecen inmóviles ante su propia ira


En el interior, donde el humo de un cigarrillo prácticamente consumido envuelve la atmósfera del cuarto, se adueña del ambiente el sonido de un reloj, que parece irse, y volver, irse, y volver… pero no nos abandona, la luz de una vela es lo único que se manifiesta con vida dentro de la habitación, y dicha luz es lo único que permanece indiferente ante la nebulosidad opaca que engendra la noche. Fuera, todo aparenta ser mecánico y artificial, excepto la oscuridad que lo cubre todo, que fluye con total libertad formando sombras y melancolía, tiene el poder de anular el tiempo, de menospreciar las formas, los colores, de convertirse en caos y silencio.

Sentada en una silla junto a la ventana, una silueta permanece en estado de espera. Su mirada; tan frágil como bella… Se puede distinguir la rabia, el dolor, la tenebrosidad está plasmada en sus hermosas pupilas, el horrible reflejo de su alma perturbada se muestra impasible ante el ventanal.

La retrospección dura horas, de vez en cuando la dirección de sus pensamientos cambia de un extremo a otro del cosmos estrellado, que se pierde por encima del diluvio, el cosmos que permanece y, al igual que el tic-tac del reloj, es siempre el mismo.


Deja pasar unos minutos con la cabeza gacha y el tronco sutilmente encorvado, ahora también llueve dentro, unas pronunciadas ojeras se adueñan de su rostro, y en éste ya no queda ninguna señal de vida más allá del mar de lágrimas que se desliza por sus mejillas.

Una suave brisa entra por debajo de la puerta y amenaza con apagar la vela, y la cálida neblina que desprende el cigarro empaña con vaho la sed de su consciencia. Una segunda brisa, esta vez con más fuerza, deja la cicatriz de su huella. Y se apaga la vela.

El contorno ya no es un contorno, ahora todo forma parte de la oscuridad. Durante un instante un sobrecogedor suspiro enmudece el reloj, enmudece la lluvia y dilata la sensación de soledad en el espacio, solo durante un instante. Ese infinito compás es quien vuelve a atraparlo todo, aliado del caos.


Y de repente, la silla se arrastra. La ventana se abre, las cortinas bailan en un estruendoso océano de incomprensibles sollozos. Todo se mueve. Todo se rompe. Nada se entiende. Pero la tormenta no cesa.

Solo cuando el ocaso es capaz de distraerse y la noche es reina de su plenitud, se escucha el cargar de una pistola y como una sombra que se desvanece ante la luz del fogonazo, todo termina.

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